2001
02/01/2002SUMARIO: Acciones recomendadas
28/06/2002ENFOQUE: Los retos de la Paz y la reconciliación en Chiapas
Si bien es cierto que en Chiapas no se ha dado un conflicto armado abierto en años, y que el tema ya no preocupa tanto ni al mexicano medio ni a la comunidad internacional, los conflictos secundarios se han seguido multiplicando, exacerbados por la polarización que generó el conflicto entre el EZLN y el gobierno federal. La ruptura y descomposición del tejido social se han profundizado y los conflictos latentes son tales que ha aumentado la posibilidad de que la situación estalle a corto o mediano plazo.
Las posibilidades de solución se han ido alejando cada vez más: la negociación continúa suspendida, y resulta claro que cualquier proceso de paz no se dará a corto plazo o por la firma de un documento entre dos actores que ya no son los únicos involucrados en el conflicto, sino a través de una lenta y trabajosa reconstrucción del tejido social.
Chiapas: radiografía del momento
Resulta cada vez más complicado explicar las dinámicas que se viven en Chiapas hoy como consecuencia del conflicto no resuelto entre zapatistas y gobierno. Después de años de guerra de baja intensidad, violencia y desgaste, se han diversificado los ejes de fractura que dividen a la población. Ante esto, los espacios para intentar procesar pacíficamente los conflictos se han reducido sustancialmente. Las antiguas disputas que han derivado en conflictos con el paso de los años tienen raíces y componentes políticos, ideológicos, agrarios y religiosos.
Los zapatistas han descartado la opción electoral como forma de llegar a los cambios estructurales que consideran que requiere México. Si bien es cierto que no han impedido el voto, han seguido promoviendo espacios de gobierno paralelo (municipios autónomos). Esto ha constituido una primera fuente de tensión cuando en ausencia de marco legal al respecto -un aspecto de por sí incluido en los Acuerdos de San Andrés- se dieron choques entre el régimen político oficial y los municipios autónomos. En muchos otros casos, cuando las comunidades se encontraban divididas, ninguna de estas dos estructuras pudo responder a los problemas que tuvieron que enfrentar: no existía ninguna autoridad reconocida por todas las partes.
La situación dio un nuevo giro después de las elecciones del 2000 donde el PRI perdió tanto a nivel federal como estatal. Por primera vez, la oposición llegaba a ganar y muchas organizaciones independientes se sumaron a esta propuesta de cambio; por eso ahora es natural que quieran obtener beneficios de un gobierno al que apoyaron. Por otro lado, la alternancia en el gobierno llevó a una sorpresiva recomposición de los grupos de poder a nivel estatal, que se adaptaron a la nueva realidad en forma muy pragmática, por no decir oportunista.
La tensión disminuyó en los primeros meses de los nuevos gobiernos: la marcha zapatista al DF y su llegada al Congreso de la Unión generaron altas expectativas en cuanto al proceso de paz. Sin embargo, después de la aprobación de la reforma indígena de abril (ver informe de SIPAZ de mayo de 2001), el EZLN se replegó en el silencio de la selva y suspendió todo contacto con los gobiernos federal y estatal. Así, en muchas zonas, las personas o grupos que establecieran alguna relación con cualquier instancia oficial (más que todo a través de los programas de asistencia económica y social) podrían ser acusadas de traicionar la lucha de resistencia.
Así que hoy en día, la división no es únicamente entre zapatistas y priístas. Como lo hemos subrayado en varias ocasiones en nuestros análisis, las diferencias partidistas se han venido desdibujando cada vez más en Chiapas. Los conflictos más álgidos actualmente se dan con organizaciones indígenas locales, antes aliadas del EZLN.
Otra fuente de conflictividad latente por décadas en Chiapas y nuevamente fuente de tensión tiene que ver con las irregularidades en la propiedad y tenencia de la tierra en un contexto de escasez de tierras disponibles. Era práctica frecuente de los gobiernos anteriores otorgar los mismos títulos de propiedad a más de una comunidad.
Durante el período anterior, además, la distribución de recursos y programas gubernamentales se hizo con fines de contrainsurgencia, para ganar aliados y a la vez enfrentar a opositores y oficialistas en las mismas comunidades indígenas. A pesar del cambio de gobierno, perdura en la memoria de las comunidades una fuerte ideologización respecto a la ayuda oficial. Por eso, a la hora de diseñar estrategias para el desarrollo de las comunidades, los riesgos siguen siendo los mismos: resulta difícil implementar proyectos sin enfrentar más a los distintos grupos.
Por debajo de las rivalidades concretas, se contraponen dos concepciones estratégicas: por un lado, la resistencia zapatista que tiene en el horizonte la transformación última de las actuales estructuras injustas; y por el otro, el aceptar recursos de donde vengan para fortalecerse como organización y crecer en su zona de influencia.
Según un analista de Chiapas, «los zapatistas tienen una visión política más allá de lo local. Pero la gente en las comunidades está ya en un plan de sobrevivencia. La vida cotidiana se ha agravado por las divisiones. Existe por lo tanto un eje de tensión: seguir apostándole a una reforma nacional y a la lucha contra el neoliberalismo, o buscar atender las necesidades de la base».
En el plano religioso finalmente, la situación es mucho más compleja que una división entre católicos y evangélicos. En el enfoque de SIPAZ de mayo de 2000, subrayábamos que más que una fuente de conflicto en sí, el factor religioso ha sido utilizado desde intereses políticos y económicos. En la práctica, ello se manifiesta de diferentes maneras: una de ellas es el control de acceso a cargos y el condicionamiento de servicios religiosos en función de la afiliación partidaria. ¿Qué expresión más tangible puede haber de la profundidad de las divisiones en Chiapas, que la celebración de dos misas para dos grupos distintos, de la misma religión y en la misma comunidad?
Como resultado de la inexistencia de proceso de diálogo y la multiplicación de otros tipos de conflictos, se ha desgarrado el tejido social y cultural en las comunidades. La dimensión comunitaria, tan clave para vertebrar la identidad de los pueblos indígenas, así como recurso para procesar y resolver los conflictos, se encuentra fracturada. En algunos casos, las divisiones y choques se dan ya desde el ámbito familiar. No ha habido enfrentamientos armados desde 1994, pero la guerra ha seguido su curso bajo una forma más sutil y que limita igualmente las posibilidades de construcción de la paz.
Cuando las palabras no alcanzan…
En un contexto de extrema polarización, es casi inevitable que cualquier intervención -aun las que apuntan a la distensión y a la transformación de conflictos- sea considerada como una toma de partido. En los primeros años del conflicto, ese fue el caso de las palabras «derechos humanos». En la zona Norte del estado, era frecuente que se preguntara a los visitantes: «¿Ustedes son derechos humanos?». En función de su respuesta, se les estaba ya ubicando como aliados o enemigos. Desde aquel tiempo, las organizaciones de derechos humanos fueron vistas por algunos aliados al PRI como actores parciales en los conflictos comunitarios.
Un ejemplo de esto es el libro de la organización Paz y Justicia, acusada de ser paramilitar: «Ni derechos ni humanos en la zona Norte de Chiapas: La otra verdad de los sucesos en la zona ch’ol» (1997). Allí, refiriéndose a los grupos de derechos humanos que habían estado presentes en la zona, se afirma: «En nada han contribuido a la distensión de la zona, y son señalados por los afectados, como otros protagonistas que llegaron del extranjero con recursos a complicar más la situación de la región».
Otra palabra controvertida fue y sigue siendo «paz«. En más de ocho años de conflicto, todos los actores han seguido hablando de paz. Pero los entendimientos han variado: para el gobierno, se trata más bien de restablecer el ‘orden‘ existente antes del alzamiento. Esa ‘pax romana’ que es más bien una ‘no guerra’, está bastante lejos de la «paz con justicia y dignidad» de los zapatistas o del concepto de ‘paz positiva’: más allá de la reducción de la violencia, se trata de lograr construir la paz desde actitudes y valores cotidianos.
Actualmente, parece que ha llegado el turno a la palabra reconciliación. De parte del gobierno estatal, o de algunos grupos acusados de ser paramilitares -y aunque sus discursos expresen lo contrario-, lo que se percibe es la necesidad de un ‘borrón y cuenta nueva‘ más que de un proceso profundo y auténtico de reconciliación.
Pero las víctimas tienen un entendimiento distinto. En la zona baja de Tila, escuchábamos este comentario: «Los del gobierno quieren la reconciliación antes de la justicia. Nosotros estamos en el proceso de obtener indemnizaciones por haber sido desplazados. Nosotros estuvimos presos por muchos años, pero ellos [los de Paz y Justicia] no tienen a nadie en la cárcel. Queremos la justicia para poder hablar de reconciliación». Un promotor de derechos humanos de la zona de Altamirano nos decía también: «Ahorita todos hablan de reconciliación pero quieren hacer como si no hubiera pasado nada».
Tanto en Chenalhó como en la zona Norte, escuchamos el mismo grito de dolor: «Queremos justicia para nuestros muertos». A la vez, cabe destacar que en los casos donde hubo enfrentamientos entre indígenas, no bastará con hacer una lectura maniqueísta (‘buenos y malos’, ‘víctimas y victimarios’) de las situaciones de violencia que han desgarrado al estado en los últimos años. De todos modos, resulta claro que estos procesos no se pueden dar sin la aprobación de la gente afectada ni se pueden imponer desde afuera como solución sostenible a mediano y largo plazo.
Finalmente, hay algunos procesos que apuntan a la conversión de los victimarios, quizás asumiendo que la justicia no vendrá por parte del Estado. En Nuevo Limar (zona Norte), un catequista nos decía: «A los de la UCIAF, si se acercan a nosotros no les vamos a rechazar, aunque nos golpearon». En Jolnixtié (también zona Norte), un miembro del PRD afirmaba: «Queremos que se cancelen todas las ordenes de aprehensión, porque no es justo que los de Paz y Justicia paguen, cuando fueron forzados por el mismo gobierno a hacerlo».
Después del Primer Encuentro sobre Experiencias Comunitarias de Reconciliación y Paz -realizado en San Cristóbal en noviembre del 2001-, la reconciliación se mantenía como una de las prioridades para los participantes. Es necesario sin embargo aclarar lo que ellos entienden por esta palabra: «Se busca solución a los problemas de una manera justa. Es necesario que todos queden contentos, que no gane uno y pierda otro. Reconciliarnos es volver a unirnos. Y esa unidad no es uniformidad». Perdonar no es olvido, es «perder el sentir de la venganza», como escuchamos en un encuentro entre católicos y presbiterianos del municipio de Chenalhó.
¿Qué se puede hacer?
En el contexto actual, parece inevitable la controversia sobre qué se puede hacer por la paz en Chiapas. Apostar a la transformación de conflictos a veces es visto como ‘contrarrevolucionario‘, ya que se corre el riesgo de atender la problemática desde el ámbito comunitario únicamente,dejando afuera la dimensión estructural de la misma. «Es como darle una aspirina a una persona gravemente enferma», afirmaba un miembro de una ONG en San Cristóbal.
Ciertamente, si aspiramos a que las soluciones sean profundas, verdaderas y duraderas, no se puede dejar de lado la necesidad de transformar las causas profundas que originaron los conflictos: es decir, debe haber una transformación de las estructuras económicas, sociales, políticas y culturales responsables de la exclusión, la miseria, la discriminación, la injusticia cotidiana que viven los pueblos indígenas.
Sin embargo, un miembro de otra ONG considera: «La prioridad número uno debería ser un trabajo para intentar superar las divisiones en las comunidades. Lo que pasa a este nivel no necesariamente refleja los análisis de allá arriba. Pero de qué nos sirve una ley indígena maravillosa cuando las comunidades están divididas, y por lo tanto no habrá posibilidad de construir la autonomía. El gobierno podrá otorgar la ley COCOPA, pero luego ¿qué?»…
Sólo poniendo las cosas en perspectiva es posible mantener la esperanza en el Chiapas de hoy. Gonzalo Ituarte -ex vicario de Justicia y Paz de la diócesis de San Cristóbal y ahora párroco del neurálgico municipio de Ocosingo- nos decía en una entrevista: «Lo que se vive en Chiapas es una revolución de baja intensidad. La vanguardia está atrás de la sociedad, empujando. Es un proceso de transformación muy lento, que quisiéramos acelerar seguramente, pero que por ahí va. No podemos no tener esperanza».